jueves, 26 de febrero de 2015
HEGEL UNA REFLEXIÓN SOBRE LA METAFÍSICA
UNIVERSIDAD CATOLICA SANTA ROSA
FACULTAD DE CIENCIAS TEOLOGICAS
ESCUELA DE TEOLOGIA.
MATERIA: HISTORIA DE LA FILOSOFIA MODERNA
Y CONTEMPORANEA.
TRIMESTRE 2
Alumna : Eugenia Rivillo
LA FILOSOFÍA HEGELIANA: Es una concepción clara de la dialéctica de lo real y una concepción totalizadora del proceso histórico. Es de considerar que “La filosofía de Hegel contiene todos lo momentos del desarrollo del pensamiento… pero superados y unificados”. El pensamiento teológico hegeliano desarrolla una serie de supuestos que serán claves en la reflexión teológica del XX.
Lo finito existe en lo infinito, nadie después de él pudo ignorarlo.
HEGEL UNA REFLEXIÓN SOBRE LA METAFÍSICA
En general, pueden distinguirse tres grandes planos de la metafísica de Hegel:
1) primer lugar lo real tal como aparece; pero como aparece en y por el hombre, donde; la metafísica hegeliana. “La phänomenología definido como; ‘Ciencia de las apariciones del espíritu.
2) en segundo lugar, a Hegel le parece que no basta con la mera descripción fenomenológica de las “apariciones del espíritu” para dar cuenta científica y concretamente de la esencia de lo real, la Realidad-objetiva. La respuesta a esta pregunta está dada por la metafísica a la cual Hegel llama “Philosophie dar natura y Philosophie dar Geistes.
3) Tercer lugar, según Hegel: reflexión de carácter ontológico.
Por tanto, en la reflexión metafísica hegeliana se encuentran presentes distintos
Niveles de reflexión sobre la realidad o sobre el ser, los cuales, fundándose uno sobre otro, dan
Cuenta de la estructura fenomenológica, metafísica y ontológica de lo real; Hegel, la cual trata de ese ser que se realiza y existe como mundo natural y humano, y que, asimismo, cobra consciencia de sí mismo como espíritu.
La reflexión da la determinación, el pensamiento es ser o no ser, s determinado , pensando si es un pensamiento con inteligencia o sin ella , es a la vez ser o no ser, la síntesis, es el devenir, viene ser siendo una univedad que otorga las determinaciones, como ente inmediata así mismo es lo que es el ser, es la unidad es el devenir es la verdadera expresado del ser de la ni sino la inquietud, es la unidad que es la relación consigo mismo, sin que la diversidad del ser y de la nada, hay un ser que esta consigo y en contra si, esta es la unidad, luego concreta la macuquina, o la materialización del pensamiento lógico, el devenir coincide con la unidad, su resultados es el ser determinado, antes del pensamiento lógico, es el ser sin ser es nada pero puede ser determinado, y tiene que existir en existencia, pero este pude ser todo o no ser nada, donde la nada se define como acciones vanas para una arbitraria fantasía, como es el recurrir a la omnipotencia divina, donde el misterio, es la creación,. Desde la lada, nunca existe mayor explicación de permitir salir de la nada. Cada acción divina, donde las voces sonoras donde la gloria de creador y se somete a su gobierno, en realidad es más difícil ver al mundo desde la negación, desde el punto de vista que se quiere colocar en causa eficiencias que forma algo grande, como si saliera de la nada, la creación razonable de la filosofía cristiana, que vienen a ser sentencias axiomáticas de los que no confiesan su mismo parecer dice el mismo Hegel. “de la nada solo nace algo” donde los antiguos agotaron las consideraciones que en medio de esos dos juicios, de donde la nada no nace nada, terminan siendo panteístas, como aquellos que causan vestidos con la moda.
Fenomenología del espíritu dibuja la figura de la conciencia, desde la conciencia sensible hasta llegar al saber absoluto y a la conciencia absoluta. El conocimiento es el rayo absoluto que nos toca, donde lo verdadero es el todo en la articulación de ellos que nos toca.
Lo Infinito no se oponme a lo finito, lo finito pertenece a lo infinito y se expresa en aquel, el absoluto es siempre es un objeto, donde se piensa a sí mismo, Lo obsoluto esta en nosotros en el momdo dinamico, que se llama movimiento dialectico que a su ve supone a su negacioncion, empezando del ser, en una existencia en devenir.
BIBLIOGRAFIA:
Nombre: FILOSOFÍA MODERNA. SEGUNDO PARCIAL
https://filotecnologa.files.wordpress.com/2011/06/filosofia-moderna-ii_filotecnologa.pdf
Formato PDF
Fecha: 26/02/2015 18:30:38
WEBGRAFIA:
Nombre: La Aventura Del Pensamiento - Hegel
Dirección: https://www.youtube.com/watch?v=GMqolnJbdbg
Formato Yo Yube
Fecha: 26/02/2015 18:33:37
lunes, 16 de febrero de 2015
Teología Fundamental
La Jerarquía en la Iglesia Primitiva
Tomado de Teología Fundamental, Albert Lang,
Tomo II, Ed. Rialp, S.A.
Colaboración de Ana Beatriz Aparicio Gereda
A los primitivos cristianos no solo les unía el vínculo del amor fraterno o el prestigio de los dones carismáticos. Desde el principio se reconocieron en la Iglesia jefes y superiores a los cuales les incumbía la dirección de las comunidades.
Durante el tiempo de fundación de la primitiva comunidad de Jerusalén tuvieron los Apóstoles una autoridad indiscutible. Después de la separación de Judas completaron el número simbólico de los “Doce”. Ellos decidían en todas las cuestiones importantes y, como lo muestra el juicio sobre Ananías y Safira, con verdadera jurisdicción. A Pedro le correspondía la suprema dirección. Después de su salida de Jerusalén, ocasionada por la persecución de Herodes, ocupó Santiago el puesto principal en la primitiva comunidad y se destacó en todos los asuntos que se trataban en Jerusalén (Hechos 15, 13 ss.; 21, 17 ss.; Gal 1, 19; 2, 9).
Muy pronto sintieron los Apóstoles la necesidad de designar colaboradores para las tareas que surgían en la comunidad, y así poder quedar libres para la predicación (Hechos 6, 2 ss.; 8, 5). Fueron elegidos para el Diaconado siete miembros de la comunidad, a quienes los Apóstoles confiaron este oficio por medio de la imposición de manos (Hechos 6, 5 s.). En esta ocasión la iniciativa de los Apóstoles de tal modo se acentúa “que no se puede poner en duda el hecho de que la constitución de los siete en su ministerio sólo es valedera mediante la designación de los Apóstoles”. Los siete, como se deduce de las actividades posteriores de Esteban y Felipe, no sólo debían servir a los pobres, sino ejercitar también el ministerio de la palabra. En la primitiva comunidad también existían los Presbíteros, como se deduce de su mención ocasional (Hechos 11, 30; 15, 2 ss.; 21, 18). Ellos se encargaron de la colecta de los cristianos de Antioquia y participaron en el concilio de los Apóstoles (Hechos 15, 2.6.22.24)
Así aparece en la primitiva comunidad una legítima jerarquía distribuida en tres grados.
En las comunidades cristianas también existían hombres a quienes se les había encargado la dirección de la Iglesia y estaban revestidos de un carácter ministerial.
1. A causa del carácter misional de estas comunidades sobresalen en ellas ante todo los primeros heraldos del cristianismo, los profetas y doctores (Hechos 13, 1). En su misión de predicar el Evangelio y mover a los hombres a la Fe en Cristo, jugaba naturalmente un papel importante el don carismático de enseñar. Los predicadores ambulantes eran los comandos que preceden a las tropas regulares. Eran delegados para una misión de carácter transitorio.
2. Junto a esta “Jerarquía ambulante” había también en las comunidades cristianas superiores estables. Muchos investigadores no tienen suficientemente en cuenta el influjo del Antiguo Testamento. Barrer ha notado que la idea de una constitución jerárquica y una autoridad era tan familiar, que Pablo no pudo desentenderse de ella. Pablo y Bernabé en su primer viaje de misión “constituyeron en todas las comunidades…presbíteros que los encomendaron al Señor, al que ellos también se habían confiado” (Hechos 14, 23). En el tercer viaje hizo Pablo venir a Mileto a los superiores de Efeso, que son designados como “Presbíteros” u “Obispos” (Hechos 20, 17.28). “Obispos” y “Diáconos” son también nombrados al comienzo de la carta a los filipenses. Pablo les dio a sus discípulos Timoteo y Tito el encargo y los plenos poderes para constituir Obispos y Diáconos.
3. No debe extrañar que San Pablo en sus cartas trate poco de la organización interior de sus comunidades; al Apóstol en sus cartas le interesan, ante todo, los asuntos religiosos de los cristianos conocidos de él la mayoría de las veces incluso personalmente, y no tanto la determinación de los diversos ministerios entre los cristianos. Al principio, mientras estaba en todo su vigor el espíritu de unidad fraterna, estos oficios y ministerios pasaban más inadvertidos frente a los dones carismáticos (1 Cor 12, 28). Pero San Pablo, aun en sus primeras cartas, reconoce los ministerios eclesiásticos. En la primera carta a los tesalonicenses (5, 12) y en la carta a los romanos (12, 8) trata de los superiores en general. Exhorta a los tesalonicenses a tratar “con reverencia y amor en su ministerio a los que trabajan entre ellos y los presiden en el Señor”. A la comunidad de Corinto exhorta a que muestren atenciones “a la casa de Estéfanas, primicias de Acaya, que se han dedicado al servicio de los santos” (1 Cor 16, 15). Expresa siempre con claridad y atribuye a Dios el orden sagrado de las tareas y ministerios dentro de la comunidad (Efesios 4, 11). Los superiores de Efeso, a los que Pablo a su regreso del tercer viaje de misión hace venir a Mileto, son exhortados por él como “pastores de la comunidad puestos por el Espíritu Santo” (Hechos 20, 28) y son llamados presbíteros y obispos (Hechos 20, 17.28). En su carta a los filipenses (1, 1) nombra expresamente a los obispos y diáconos. En las cartas pastorales, finalmente, encarga Pablo a sus discípulos Timoteo y Tito nombrar obispos y diáconos (Tit 1, 5; 2 Tim 2, 3) y trata detalladamente de los deberes y exigencias de estos oficios y del respeto a ellos debido (1 Tim 3, 1-13; 5, 17; Tit 1, 5-9).
4. Los cargos en la comunidad eran conferidos, desde el principio, en un acto de culto por medio de la imposición de manos (Hechos 6, 6; 13, 3; 14, 23; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6). Esto demuestra que no se quería dejar el gobierno a la libre inspiración del Pneuma, sino que se aspiraba a un orden firme. La cuestión de los carismas en el primitivo cristianismo no está todavía del todo aclarada. Había carismas de diferentes clases. Se contaban entre ellos las gracias extraordinarias (glosolalia, curaciones milagrosas, discernimiento de espíritus), pero también las gracias necesarias para capacitar a los “Apóstoles, Profetas, Evangelistas, Pastores” (Efesios 4, 11) a desempeñar su misión. No existía ninguna oposición entre carisma y autoridad. Los carismáticos eran requeridos para los servicios de la comunidad; en particular, la predicación del Evangelio se les confiaba a los dotados del don de lenguas. A su vez, se reconocía que los jefes de la comunidad estaban llenos de la fuerza del Espíritu (Hechos 20, 28). Pablo, en Rom 12, 6-8, cuenta entre los dones de gracia el servicio y en 1 Tim 4, 14 llama un carisma al oficio que le ha sido conferido a Timoteo por la imposición de manos.
Es importante notar que el nacimiento de los ministerios y cargos de gobierno en la Iglesia no coincide con la reflexión sobre ellos. Hay que reconocer que los nombres para los oficios diversos tenían que ser primero acuñados y sólo poco a poco conseguían circunscribir su significación. Al principio no estaba desarrollado, o sólo de un modo imperfecto, el vocabulario para los diversos cargos u oficios. No es sólo Pablo el que primero ha hablado de los “superiores” en general Heb 13, 17 y en el Pastor de Hermas se usa todavía el indeterminado “los que dirigen” y Justino en la descripción de una reunión litúrgica habla casi 150 veces de “el que preside” sólo de un modo general. Pero precisamente el hecho de que no se designasen los oficios del Nuevo Testamento con los títulos sagrados que existían anteriormente, muestra que se consideraban como algo nuevo, como una función nacida de la misión dada por Cristo.
La palabra Diácono parece haber sido la primera en recibir su precisa significación. Por ser un término que expresaba una relación no muy concreta, tenía la suficiente flexibilidad para poder recibir un nuevo contenido de significado. Las palabras: diakoneuo, diakonía, diákonos fueron empleadas para significar también el servicio de la mesa, el cuidado por la subsistencia y, en general, cualquier servicio; con esta significación fueron empleadas también en el Nuevo Testamento (Lc 10, 40; Mc 1, 31; Act 6, 1 s.; 11, 29; 12, 25; Rom 15, 31). Pero poco a poco se usaron para significar los actos de servicio en la comunidad cristiana (1 Tes 3, 2; 2 Cor 11, 23; Ef 6, 21; Col 1, 7). En las “cartas pastorales” significa ya la palabra diákonos un oficio determinado, a saber, el encargado de servir en el culto divino y en la predicación (1 Tim 3, 8.12).
Al comienzo del siglo II, y en Occidente quizá algo más tarde, fue cuando se comenzó a dar a la palabra “episcopus” (obispo) el sentido preciso de hoy.
CARÁCTER JERARQUICO DE LA AUTORIDAD EN LA PRIMITIVA IGLESIA
Más importante que la cuestión de la forma exterior de la autoridad en la Iglesia es la investigación acerca de su fundamento y legitimación. La esencia íntima de una comunidad depende menos de la persona que ejerza la autoridad en la comunidad, que del fundamento con que la ejerce.
Los que defienden la idea de una iglesia democrática afirman que los cargos de gobierno en la primitiva Iglesia, en cuanto en sus comienzos se puede hablar de éstos, sólo tenían que desempeñar una función de orden. La autoridad eclesiástica nació, según ellos, de los servicios indispensables para la vida y común actividad de una comunidad. Por consiguiente, sus funciones se han de comprender a partir de categorías sociales, y sus poderes se han de deducir de la voluntad de la comunidad. Esta autoridad, según ellos, no se apoya en derecho divino, no procede de “arriba”, sino de “abajo”, es democrática, no jerárquica. Esta concepción de la autoridad eclesiástica está en contradicción con los datos que nos ofrecen las fuentes. Aunque éstas informan sólo escasamente sobre la organización de las primitivas comunidades cristianas, una cosa se deduce de ellas claramente: que la primitiva Iglesia en sus rasgos fundamentales tenía un carácter jerárquico, es decir, que los poderes en los que se apoyaba, las exigencias que presentaba, las gracias que ofrecía, se atribuían a una ordenación o promesa de Dios.
Los Apóstoles ejercían su ministerio fundados en la autoridad de Dios. Esto se ve expresamente en la elección del sucesor de Judas. Confían a la suerte el decidir entre Barrabás y Matías para conocer “a quién de estos dos ha elegido el Señor” (Act 1, 21 ss.). La conciencia de ser llamados por Dios (Hechos 4, 7; 4, 29; 20, 24), al cual siempre se debe obedecer más que a los hombres (Hechos 4, 19), les da fuerza para hacer frente a los obstáculos interiores y exteriores. Antes de la elección de los siete diáconos (Hechos 6, 1 ss.), los Apóstoles convocan a la comunidad para que ellos deliberen y propongan hombres aptos para el nuevo ministerio. Pero la constitución en el cargo y la entrega de los poderes necesarios sólo se hace por medio de los Apóstoles y precisamente con la imposición de manos (1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6; Cf. Hechos 6, 6). La imposición de manos en la cabeza aparece muchas veces en la historia de las religiones como medio o símbolo del conferir a otro fuerza y poder. En el Antiguo Testamento también era usual la imposición de manos en el rito de los sacrificios (Lev 1, 4; 16, 21; 24, 14), en la consagración de los levitas (Num 8, 10), y más tarde en la admisión en el grado de doctor en la Ley.
El primer decreto, por nosotros conocido, de la autoridad de la Iglesia tiene también un estilo jerárquico. La forma del decreto de los Apóstoles imita la fórmula de los decretos de la antigua polis. Pero se diferencia en que no funda su autoridad en el pueblo, sino en Dios: “ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…” (Hechos 15, 28).
La misma “conciencia de misión” llena a Pablo en todo su trabajo. Se considera como un enviado, que tiene que cumplir una misión elevada, como un heraldo, que tiene que anunciar el mensaje de alegría; ejerce el oficio de Apóstol en el nombre y en la autoridad de Dios.
La “conciencia de misión” se expresa en casi todas sus cartas: está “llamado por la voluntad de Dios a ser Apóstol de Jesucristo” (1 Cor 1, 1), “segregado por el Evangelio” (Rom 1, 1), “constituido Apóstol no por los hombres, ni por medio de un hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre” (Gal 1, 1), “Apóstol de Cristo Jesús por orden de Dios…y de Cristo Jesús” (1 Tim 1, 1). De Cristo procede su misión y su derecho “de someter todos los hombres y pueblos a la obediencia de la fe” (Rom 1, 5) y “cautivar todo pensamiento para hacerlo siervo de Cristo” (2 Cor 10, 5). Su poder se funda en la autoridad divina: “somos embajadores de Cristo, Dios mismo es el que exhorta por medio de nosotros” (2 Cor 5, 20).
Pero no sólo viene de dios la autoridad del Apóstol, sino también la de sus sucesores y los que desempeñan algún ministerio de gobierno. En su discurso de despedida en Mileto encarga Pablo a los presbítero-obispos de Efeso el cuidado del rebaño encomendado a ellos y les recuerda que el “Espíritu Santo los ha puesto para regir la Iglesia de Dios” (Hechos 20, 28). En el mismo sentido amonesta a Timoteo: “haz revivir la gracia de Dios que reside en ti en virtud de la imposición de mis manos” (2 Tim 1, 6). La constitución de los presbíteros hecha por Timoteo y Tito no era “una última repercusión de la autoridad apostólica especial y única en el tiempo”, sino un testimonio de que la misión de los Apóstoles no se debía extinguir, sino que debía transmitirse en la Iglesia por una sucesión ininterrumpida.
Se puede, pues, apreciar en la primitiva Iglesia la línea jerárquica, que el Señor señaló en el gran discurso de misión. Todo poder viene del Padre; el Padre lo ha dado al Hijo; éste lo ha transmitido a los Apóstoles, para que éstos lo transmitan de nuevo a otros. La misión y el poder, los ministerios y las gracias provienen de arriba. En la Iglesia de Jesús no existe una autoridad democrática, sino un poder jerárquico.
La autoridad cristiana es una misión y un encargo que viene de arriba. De aquí se deducen sus características fundamentales. Es don de Dios, poder otorgado por Dios y, por ello, de una autoridad singular. No sufre ninguna limitación (Hechos 4, 19.29 s.; 2 Tim 2, 9) y sólo es responsable ante Dios (1 Cor 4, 3 s.). Pero también es una autoridad “recibida”, que obliga al humilde agradecimiento. Toda vanidad y arrogancia sobre la propia autoridad es impropia de las autoridades eclesiásticas. Todos son “siervos, por los que se llega a la fe” (1 Cor 3, 5), “colaboradores de Dios” (1 Cor 3, 9), “siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1).
La autoridad eclesiástica es don y, al mismo tiempo, misión. “De un administrador se exige que sea fiel” (1 Cor 4, 2). Está obligado al servicio y se caracteriza, precisamente por ello, como un ministerio de servicio (Hechos 20, 24; Rom 11, 12; 12, 7). El sentido de servicio se tiene que manifestar tanto en la fiel obediencia a Dios, como en la entrega servicial a los hombres. Pablo llama a sus colaboradores “siervos”, “siervos de Dios” (1 Tes 2, 3), “siervos de Cristo”, y él mismo se designa precisamente como “siervo de Cristo” (Rom 1, 1; Fil 1, 1; Tit 1,1). El servicio se tiene que acreditar en la ayuda a los hermanos de la comunidad, especialmente en el servicio de la Palabra (Hechos 6, 2-4; 20, 24), de la Eucaristía (Hechos 2, 46; 20, 11) y en el cuidado pastoral (Ef 4, 12-16). Pero la obligación y autorización de este servicio procede solamente de la misión y encargo de Cristo (Rom 10, 14, 17).
La autoridad eclesiástica recibió ya durante el primer siglo cristiano su forma determinada. Sus grados y características concretas aparecen ya de un modo claro y seguro. Y es digno de notarse que se reconoce y expresa de un modo claro y acentuado la conciencia de su esencial carácter jerárquico. Así lo atestiguan de un modo evidente tanto la carta de San Clemente de Roma a la Iglesia de Corinto, como las cartas de San Ignacio de Antioquia.
San Clemente, en su carta a los corintios, no expresa claramente cuales eran las quejas que se levantaban contra los superiores de aquella comunidad. A él le interesa, ante todo, la gran importancia al asunto, aunque sólo habían sido unos pocos los que se rebelaron contra los superiores. El núcleo de su carta lo constituyen las explicaciones de los capítulos 40-44: la Iglesia y su organización son una institución divina. La autoridad de los superiores proviene de Dios por medio de Cristo y los Apóstoles. Los superiores están dentro de la línea jerárquica: Cristo está enviado por Dios; Cristo es, por consiguiente, de Dios, y los Apóstoles son de Cristo. Todo ha sucedido dentro del orden y voluntad de Dios. Al predicar los Apóstoles en los territorios y ciudades, y bautizar a los que escuchaban la voluntad de Dios, constituían a las primicias (de su predicación) como obispos y diáconos de los futuros creyentes, después de ser probados en Espíritu. Y después les dieron a éstos orden de que, si ellos morían, tomasen su ministerio otros hombres de probadas costumbres. Los superiores no reciben su autoridad de la comunidad, ni ésta puede tampoco quitársela. Sacrificio y culto a Dios deben realizarse según la ordenación del Señor. El ha determinado en su suprema voluntad, dónde y por medio de quién ha de ser desempeñado.
San Ignacio de Antioquia expuso también con vigor la esencia jerárquica de la autoridad eclesiástica. Ignacio exige obediencia al obispo y pone siempre como fundamento de ella la misión divina del obispo: “Porque a todo el que envía el dueño de la casa para ejercer la administración, lo hemos de recibir como al mismo que le envía”. “El Obispo preside en lugar de Dios”. “A él hay que obedecer, como Cristo obedeció a su Padre”. La autoridad del obispo no depende, por tanto, de su persona, ni de sus cualidades, y no puede ser despreciado porque sea joven. El obispo tampoco depende de la comunidad, “como obispo, sólo tiene sobre sí a Dios Padre y al Señor Jesucristo”.
Cuando los gnósticos en el siglo II combatieron el carácter único y absoluto de la revelación cristiana y la necesidad de la sucesión apostólica, esta doctrina fue generalmente rechazada y negada, como un ataque al fundamento esencial de la Iglesia. Incluso miembros de las sectas heréticas eran conscientes de que una autoridad jerárquica procedente de los Apóstoles pertenecía a la esencia de la Iglesia cristiana. Así, el cismático Hipólito se apoya en el fundamento jerárquico de la autoridad eclesiástica, lo mismo que el hereje Novaciano, que se hizo ordenar y él mismo ordenó obispos.
Las disputas con el Gnosticismo y la reflexión teológica llevaron a destacar la importancia esencial de la autoridad eclesiástica, es decir, la necesidad de una ininterrumpida sucesión apostólica. Cristo es la fuente vital de la salvación sobrenatural y de la Gracia, que es comunicada por la Iglesia; El es portavoz de la revelación divina en el mundo, que por medio de la Iglesia ha de llegar a todos. Si la Iglesia quiere llenar esta misión, tiene que permanecer en una unión vital con Cristo. Esta consiste en que el poder y la misión de Cristo, su mensaje y su Gracia se perpetúen en la Iglesia. “El Espíritu Santo, que rige a la Iglesia –dice Hipólito-, confunde a los herejes. Los Apóstoles lo recibieron y lo han transmitido a los verdaderos creyentes. Nosotros, sus sucesores, participamos en su Gracia, en su supremo poder y en su magisterio”. Tertuliano ha hecho valer especialmente la necesidad de la ininterrumpida sucesión del episcopado: “Consulten la lista de sus obispos, para ver si de tal manera se suceden, que el primer obispo tenga como antecesor a alguno de los Apóstoles o de los varones apostólicos”.
La autoridad de la Iglesia está en una unión orgánica con Cristo por medio de la sucesión y tradición apostólica, por las que recibe la vocación y aptitud para transmitir a todos los hombres la Verdad y la Gracia de Cristo por la Palabra y los Sacramentos. Sucesión y tradición apostólica sólo representan dos aspectos del proceso orgánico de transmisión de los poderes apostólicos, la sucesión subraya más el aspecto ontológico de los poderes transmitidos, a saber el poder de misión y administración de sacramentos, mientras que la tradición se relaciona más con el contenido de ellos, a saber, con la conservación intacta del depósito de la fe y los bienes de salvación. Con la demostración de una ininterrumpida sucesión de los obispos a partir de los Apóstoles puede una comunidad asegurar la legitimidad de su autoridad eclesiástica y la autenticidad de la tradición apostólica. Pero también constituye un criterio para ello la unanimidad y armonía con las otras Iglesias y obispos, especialmente con el sucesor de San Pedro en la Iglesia de Roma. Notas indispensables para la legitimidad de la autoridad eclesiástica son, por consiguiente, la apostolicidad o radicación en Cristo y los Apóstoles, y la catolicidad o el vínculo de la unión y colaboración universal.
EL CARÁCTER MONARQUICO Y LA ESTRUCTURA COLEGIAL DE LA AUTORIDAD ECLESIASTICA
La Iglesia estuvo al principio bajo la dirección de los Apóstoles. Según las necesidades, constituyeron éstos colaboradores (diáconos, presbíteros) para las tareas, que se aumentaban dentro de la comunidad cristiana (Hechos 6, 1; 14, 23; 15, 2 ss.). Sus funciones y diversas relaciones sólo poco a poco fueron fijadas y delimitadas de un modo correspondiente a la situación de entonces. El desarrollo se hizo de tal modo que la estructura de la autoridad eclesiástica, dada al principio sólo en germen, llegó a plasmarse claramente: la dirección de las comunidades estuvo a cargo de obispos, que se sentían unidos colegialmente en un común trabajo y responsabilidad.
Es un hecho histórico incontrovertible que ya en el siglo II las comunidades cristianas eran regidas por obispos. En el Occidente se habla ya del episcopado monárquico desde la mitad del siglo II, en Asia Menor y Siria aparece ya a comienzos del mismo siglo.
Ireneo de Lyon (+ 202), el discípulo de San Policarpo (y éste discípulo del Apóstol Juan) luchó contra los gnósticos y para rebatir sus novedades invoca el testimonio de la tradición apostólica. El fin principal era demostrar la existencia de ésta. Para ello alega la sucesión ininterrumpida de los obispos. Como la doctrina de los Apóstoles es garantizada por la sucesión apostólica, “nosotros podemos enumerar los obispos de las Iglesias particulares puestos por los Apóstoles y sus sucesores hasta nuestros días” (San Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1). Según esto, en tiempo de Ireneo, cada Iglesia tenía su obispo particular. Ireneo enumera los nombres de los obispos de Roma desde Lino hasta Eleuterio. A Lino le fue entregado por los Apóstoles el ministerio episcopal para regir la Iglesia. (Ibídem III, 3, 3)
Eusebio nos ha proporcionado valiosos testimonios sobre la historia del episcopado en su Historia de la Iglesia, cuyo valor estriba precisamente en que contiene muchos extractos de fuentes anteriores, que Eusebio tenía todavía a mano.
a) En las narraciones de Eusebio sobre la lucha contra el montanismo y sobre las disputas acerca de la celebración de la Pascua se puede advertir que en el año 150 cada Iglesia era generalmente gobernada por un obispo particular. El montanismo puso en duda la Jerarquía de la Iglesia y le contrapuso el derecho de los “profetas”. Contra estas tendencias se levantaron los obispos de muchas Iglesias, primero individualmente, y, después, como esto no bastaba, reunidos en Sínodos (Eusebio, HE V, 3, 4; V, 16; V, 17; V, 20, 2; V, 12, 1 ss). La decisión sobre el día de la celebración de la Pascua está también en manos de obispos particulares, que muchas veces son citados nominalmente (S. Ireneo V 23, 3 ss.; V, 24, 8).
b) Eusebio consultó las cartas que el Obispo Dionisio de Corinto (año 170) dirigió a las diversas Iglesias en Grecia, Creta, Nicomedia, el Ponto y también a Roma. De los datos y citas de Eusebio se deduce que las mencionadas Iglesias eran regidas por obispos monárquicos (S. Ireneo, IV, 23, 1 ss.). En Atenas, por ejemplo, después del martirio de Publio, Quadrato tenía la sede episcopal, de la que es nombrado primer titular Dionisio Areopagita (San Ireneo, IV, 23, 3 s.)
c) Eusebio conocía también las “Memorias” de Hegesipo, un cristiano de Palestina, que, por el año 160, recorría las regiones del Mediterráneo y visitaba muchos obispos para confirmar su doctrina y comprobar la sucesión apostólica. En Corinto trató con Primo, el obispo del lugar (S. Ireneo, IV, 23, 2); en Roma pudo convencerse de la “ininterrumpida ‘Diadoché’ (transmisión) de la pura doctrina”, gracias, precisamente, a la ininterrumpida sucesión de los obispos (S. Ireneo IV, 22, 3), también en Jerusalén pudo seguir la sucesión de los obispos hasta los Apóstoles (S. Ireneo, IV, 22, 4)
El testimonio más importante para la existencia del episcopado monárquico lo son las cartas de Ignacio de Antioquia. De ellas se deduce que en las comunidades de Asia Menor entre los siglos I y II existía una firme constitución jerárquica de la autoridad eclesiástica en tres grados: el obispo, el colegio de presbíteros y los diáconos. En todas partes ejercía toda la jurisdicción un obispo particular. Ignacio cita nominalmente a Onésimo, obispo de Efeso; a Damas, obispo de Magnesia; a Polibio, obispo de Trallia; a Policarpo, obispo de Esmirna. Esta forma de gobierno no sólo existía en Asia Menor, sino también en todo el mundo. Era para Ignacio algo esencial e inseparable de la Iglesia (S.Ignacio, Carta a los efesios, 3, 2). Tan esencial como la unidad en el Sacrificio y en el Ágape fraternal: “Sólo existe una carne de Nuestro Señor Jesucristo y sólo un cáliz para unirse a su Sangre, un solo altar, como también un solo obispo en unión con el colegio de los presbíteros y con los diáconos, mis consiervos” (S. I., Carta a los filadelfios, 4). El obispo es la imagen del Padre (S.I., Carta a los traíllanos, 3, 1). Por consiguiente, la obediencia al obispo es condición y señal de pertenecer a la Iglesia: “Donde aparezca el obispo, allí esté también la multitud, como donde está Jesucristo allí está la Iglesia católica” (S.I., Carta a los esmirniotas, 8, 2). “Todos los que pertenecen a Dios y a Jesucristo, están junto al obispo” (S.I., carta a los filadelfios, 3, 2). Por ello, nada se puede hacer sin el obispo, pues sólo se está con Jesús “si se está sometido a su obispo” (S.I., carta a los traíllanos, 2, 1). Ignacio no dice nada sobre el origen, fundamentos y justificación del episcopado monárquico; esto es para él un dato firme y evidente, transmitido por la tradición. La fuerza del testimonio de Ignacio a favor del episcopado monárquico llega, por consiguiente, hasta el siglo I.
No es, pues, cierto que el episcopado monárquico se haya establecido por primera vez en la lucha contra la Gnosis y el marcionismo.
El primer y más claro ejemplo de una comunidad dirigida monárquicamente es la comunidad primitiva de Jerusalén. Después de la partida de Pedro, ocasionada por la persecución de Herodes, es Santiago el supremo director de la comunidad. En todos los asuntos que se tratan en Jerusalén sobresale como la autoridad decisiva. Pablo se dirigió a Santiago tanto en su primera como en su segunda visita a la comunidad de Jerusalén (Gal 1, 19; Hechos 21, 18 ss.). En el concilio de los Apóstoles le corresponde un papel de dirección por el obispo del lugar. Santiago tuvo como sucesores otros obispos, como lo demuestra la lista de sucesión presentada por Hegesipo (Eusebio, HE, IV, 23, 4). Así resume K. Holl su juicio sobre la primitiva Iglesia: “Encontramos en la comunidad cristiana desde el principio una jerarquía legítima, una estructura determinada por Dios, un derecho divino de la Iglesia”. Complemento de esto es lo que afirma Fr. Heiler: “encontramos en la primitiva comunidad en forma embrionaria la jerarquía completa de la Iglesia católica, el triple oficio: diaconado, presbiterado y episcopado”.
Por el contrario, la autoridad en las comunidades pagano-cristianas (se les dice pagano-cristianas porque la conformaban “gentiles” convertidos a Cristo) estaba confiada a un colegio de presbíteros (Hechos 14, 23; 20, 17; 1 Tes 5, 12; Fil 1, 1; Ef 4, 11; Heb 13, 17; 1 Tim 4, 14; 5, 17; Tit 1, 5). La suprema dirección sobre las comunidades fundadas por San Pablo se la reservó a sí mismo el Apóstol de las Gentes; las disposiciones necesarias las de por cartas o por medio de sus compañeros o por legados especiales; él es el modelo original del obispo monárquico. Las especiales circunstancias de las comunidades pagano-cristianas hacen oportuna esta estructura, como ocurre todavía hoy en las regiones de misiones. El libertinaje y la arrogancia democrática de los corintios, los sueños apocalípticos de los tesalonicenses, los celos exagerados y soberbios de los “súper apóstoles” muestran la razón de esta manera que el Apóstol tenía de gobernar las comunidades. Por intenso servicio de correos era informado Pablo sobre el estado de las comunidades por él fundadas y dirigidas, mientras enviaba una y otra vez a sus compañeros con especiales misiones a las comunidades. Mantiene, pues, Colson como posible que, junto a la jerarquía estable de ámbito local, existía una “jerarquía itinerante”, mensajeros “en mission á travers une province”, en su mayoría compañeros de Pablo, que ocupaban el primer puesto después de él.
Pero también en las comunidades paulinas se dio una evolución hacia el episcopado monárquico. Donde las comunidades estaban ya organizadas más sólidamente y habían conseguido una cierta estabilidad e independencia, entró en vigor el gobierno monárquico. El mismo Pablo constituyó a Tito y Timoteo como obispos estacionarios en Creta y en Efeso.
El obispo, autoridad suprema de su Iglesia, no se debe considerar como algo aislado. Ha de trabajar en colaboración con los presbíteros y diáconos de su comunidad y ha de estar en contacto con los obispos de toda la Iglesia.
El animado comercio epistolar entre los diversos obispos, los repetidos viajes de información, que se emprendían para constatar la unanimidad en la doctrina y tradición, y, sobre todo, los frecuentes sínodos, más o menos universales, con sus conclusiones obligatorias para todos, demuestran que la conciencia de la unión colegial estaba viva entre los obispos de los primeros siglos. A las normas de los obispos dadas colegialmente se les atribuyó no sólo la fuerza de la suma cuantitativa de éstos, sino una autoridad especial. Además, se tenía conciencia de que tales conclusiones y normas debían cumplir los presupuestos de la auténtica colegialidad. Se atendía, por ello, a la extensión y, en todo, se buscaba el consentimiento y armonía con la Iglesia de Roma. Se sabía que, sin la colaboración del obispo de Roma, que, como sucesor de Pedro, era también la cabeza del colegio de los obispos, no se daba una auténtica colegialidad episcopal.
El episcopado monárquico está en el punto medio de dos líneas igualmente esenciales para la Iglesia: la línea vertical, histórica, de la sucesión apostólica y la horizontal de la unidad católica. En las listas de la ininterrumpida sucesión de los obispos encuentra su más clara expresión y su comprobación más segura el fundamento jerárquico del episcopado. Pero, a su vez, por medio del vínculo colegial, el obispo se ve unido a la comunidad del episcopado universal y participa en la doctrina infalible y en la Gracia garantizadas a la Iglesia universal por las promesas de Cristo y por el Espíritu siempre vivo en ella. Por medio de la sucesión apostólica recibe el obispo, como un don, la herencia del poder apostólico y de la tradición, y, como un sagrado deber, el cuidado de la comunión fraterna y de la unidad en la fe.
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL HERMENÉUTICA
Peter Knauer, S.J.
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL HERMENÉUTICA
Publicado en:
Proyección / teología y mundo actual
50 (2003), n. 209 Abril – Junio, 161–181
ISSN 0478-6378
RESUMEN:
La palabra de Dios se hace inteligible como palabra de Dios por su contenido.
La teología fundamental se llama así porque se ocupa de qué es, en el fondo, la fe cristiana. Da un resumen de toda nuestra fe y explica en qué se funda esta fe. Nuestro enfoque se llama «hermeneútico», porque se trata de entender esta fe desde su propio contenido.
1) El comienzo de la teología: el encuentro con el mensaje cristiano
¿Cómo comienza la teología cristiana? No vamos a comenzar por un análisis de nuestros deseos o de la experiencia humana global, porque de este modo nunca llegaríamos sin salto al nombre de Jesucristo. Nuestro punto de partida será más bien muy directamente nuestro encuentro con el mensaje cristiano.
El mensaje cristiano pretende ser «palabra de Dios». Al comienzo todavía no presuponemos que esta pretensión sea verdad. Pero sí vamos a preguntar lo que podría ser el significado de esta pretensión.
2) Nuestra primera pregunta: ¿Quién es Dios?
El mensaje cristiano, en su pretensión de ser la palabra de Dios, habla primero de «Dios». Pero, ¿quién es Dios? Una respuesta a la pregunta de quién es Dios podría – a primera vista – parecer muy difícil, si no imposible. El mismo mensaje cristiano desde siempre ha pretendido que Dios no cae bajo nuestros conceptos. Pero entonces, ¿cómo puede hablarse de Él?
Vamos a preguntarle al mismo mensaje cómo introduce la palabra Dios, si Dios no cae bajo ningún concepto. Su respuesta es que de Dios sólo comprendemos lo distinto de Él que, sin embargo, remite a Él. El mensaje cristiano habla de Dios hablando directamente sólo de nosotros mismos. Dice que nosotros somos creados, y creados de la nada. «De la nada» significa lo mismo que «totalmente». La expresión tradicional «creados de la nada» debería ser traducida por «creados en todo en lo que nos distinguimos de la nada» o bien «creados totalmente, en toda nuestra realidad». El universo es, en su propia realidad, «total relación a ... / en total distinción de ...». ¿A qué somos relacionados? A una realidad que sólo puede definirse diciendo que nada podría existir sin ella. Esta realidad la llamamos «Dios». Dios es «sin quien nada existe». Este enunciado pretende ser sumamente preciso y correcto.
Pero así nuestra manera de hablar de Dios es sólo indirecta, análoga. Sólo hablamos verdaderamente de Dios cuando reconocemos que le debemos todo nuestro ser. Si pudiésemos borrar el hecho de que somos creados, no quedaría de nosotros absolutamente nada. Ser y ser creados, según el mensaje cristiano, son estrictamente idénticos. Ser creado es como una relación subsistente, es decir, una relación que no se añade a un sujeto, sino que es idéntica con su sujeto y lo constituye.
Así no sabemos primero quién es Dios, para luego poder decir que Él nos ha creado, sino que la única manera de saber quién es Dios consiste precisamente en reconocer que somos creados.
Como nuestro lenguaje sobre «Dios» consiste en reconocer nuestro ser de creaturas, sólo podemos hablar de él de manera «indicativa», «análoga». Por estar totalmente referido a Dios, el mundo le es semejante; por ser totalmente distinto de Dios, el mundo, en su misma semejanza, le es al mismo tiempo desemejante. Y debido a que la relación del mundo a Dios es unilateral, hay que negar cualquier semejanza, en sentido inverso, de Dios al mundo. Estos tres aspectos de nuestro conocimiento de Dios se llaman tradicionalmente «via affirmativa», «via negativa», «via eminentiae».
La via affirmativa, partiendo de nuestro ser y de nuestras perfecciones, le atribuye a Dios más que ser y más que perfección; en ella llamamos a Dios no sólo bueno, sino la bondad misma. La via negativa tiene como punto de partida nuestras limitaciones y nuestra finitud. La via negativa niega toda limitación o finitud en Dios. Y la via eminentiae nos recuerda que, cuando llamamos a Dios el ser infinito y la bondad absoluta e ilimitada, todo eso todavía queda sólo como una sombra en comparación con Él mismo, que no sólo es tan grande que no puede pensarse algo mayor, sino que es mayor que todo lo que pueda pensarse.(1) Dios no cae siquiera bajo el concepto de ser infinito y de bondad absoluta; también estos conceptos son análogos y sólo remiten a Dios.
Puesto que hay analogía entre el mundo y Dios, pero no entre Dios y el mundo, el concepto bíblico de Dios se distingue de toda autoproyección humana. En una proyección, siempre hay semejanza mutua. Pero aquí, la semejanza del mundo para con Dios es una semejanza unilateral.
3) ¿Se puede probar que somos creados? El mundo sólo se explica por su ser creado
El hecho de que el mundo es creado, se demuestra así: si ser creado de la nada es lo mismo que «ser total relación a ... / en total distinción de ...», debe corresponder a estos dos aspectos una unión de opuestos en la realidad creada. Y de hecho es así: toda realidad mundana se nos presenta como una unión de opuestos (identidad y no identidad: movimiento; necesidad y no necesidad: contingencia; ser y no ser: finitud). Así el universo y toda realidad en él nos presentan un problema de contradicción que no puede resolverse a menos que aduzcamos precisamente aquellos dos aspectos que no se excluyen otra vez. Por el hecho de ser relación a Dios en distinción de Él, somos realidad, aunque de manera limitada. Por el hecho de ser relación a Dios en total distinción de Él, nuestra propia realidad queda limitada, finita, como penetrada de negación. Sólo mediante estos dos aspectos de «total relación a ... / en total distinción de» nos es posible describir la realidad de una unión de opuestos sin caer en una contradicción absurda.
Aunque Dios no caiga bajo nuestro conceptos y en este sentido es incomprehensible, sin embargo, nuestro reconocimiento de que somos creados es un conocimiento válido de Dios. No hablamos de manera nebulosa, sino muy correctamente, cuando decimos que Dios es «sin quien nada existiría». Este conocimiento indirecto de Dios se llama «natural», porque procede de la razón. Aunque es sólo el mensaje cristiano el que llama nuestra atención sobre el hecho de que somos creados, este mismo ser creado se conoce con la razón. Todavía no se trata de la fe. Por eso, si en el símbolo decimos que «creemos en Dios, Creador del cielo y de la tierra», el sentido es: creemos que somos amparados por el amor de este Dios, a quien conocemos ya con la razón como el Señor y Creador del universo.
4) ¿Qué es el objeto de la fe? Dios se nos comunica en su palabra
El mensaje cristiano pretende ser él mismo palabra de Dios. Sin embargo, ¿cómo es posible atribuir a Dios una palabra? Bajo «palabra» entendemos comunicación entre hombres. ¿Sería Dios un hombre?
No hay mayor objeción contra la idea de una «palabra de Dios» que precisamente el significado de la palabra «Dios». Si Dios nos habla, esto implica una relación de Dios para con nosotros. Pero si Dios no cae bajo nuestros conceptos, ni es parte integrante de algún sistema superior, sino «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6:16), ¿cómo podemos hablar de una relación de Dios al mundo?
Ya Santo Tomás de Aquino escribe en su Suma teológica: Puesto que Dios queda fuera de todo el orden creado, la relación real del mundo a Él es una relación unilateral.(2) Según Santo Tomás, una relación de Dios al mundo sería sólo una relación entre nuestro concepto (análogo) de Dios y nuestro concepto del mundo, una relatio rationis (relación lógica). El único fundamento real de tal relación conceptual es, según Santo Tomás, el hecho de que el mundo, por su parte, no sólo tiene una relación, sino que es relación real, pero unilateral, a Dios.
Debido a que el mundo nunca puede ser el término constitutivo de una relación de Dios a él, tampoco es posible deducir algo de Dios. Ni siquiera la moral se deduce de Dios. Nuestras obligaciones morales sólo las podemos conocer desde la realidad misma de nuestro mundo: no debemos socavar, a largo plazo y en el conjunto de toda la realidad, los bienes mismos que anhelamos. Todos los actos malos tienen una estructura de contraproductividad, y ésta es el criterio de su malicia.
Pero entonces, ¿cómo podemos decir que Dios se dirige a nosotros? ¿No contradice esto nuestra afirmación del carácter absoluto de Dios? ¿No implica la afirmación de una relación de Dios a nosotros la negación del hecho de que somos creados de la nada? Entonces, ya no seríamos total relación a Dios, sino que además seríamos el término constitutivo de una relación de Dios a nosotros. Ya no seríamos creados de la nada. Y estaríamos diciendo que Dios adquiere una relación al mundo que antes de la creación no ha tenido. Entonces, también Dios sería mutable. Imaginarse a Dios como parte de un sistema superior de acción y reacción significaría hacer de Dios mismo una realidad sólo creada, una unión de opuestos.
Para resolver este problema, pedimos otra vez la respuesta al mismo mensaje cristiano. El problema consiste en cómo llegar a tener una comunión con Dios. Debido a que lo creado como tal es relación unilateral a Dios, ninguna realidad creada puede bastar para ponernos en comunión con Dios. Pero entonces, ¿qué?
El mensaje cristiano nos habla de un Dios trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Lo hace para poder decirnos que Dios Padre nos asume en el interior de su amor eterno para el Hijo Eterno. Este amor es el Espíritu Santo. La relación en la cual somos integrados ya existe desde toda la eternidad como relación de Dios a Dios, del Padre al Hijo. No somos nosotros el término constitutivo de la relación en la cual somos asumidos. Así el mensaje cristiano afirma que somos creados al interior de la relación del Padre al Hijo. La relación amorosa de Dios con nosotros es la misma que se da entre el Padre y el Hijo. Somos creados «en Cristo». Ésta es nuestra verdadera realidad, nuestro estado original. Esta es la única manera de hablar de una comunión con Dios sin contradecir su carácter absoluto y trascendente, o bien, sin negar que somos creados de la nada.
Pero este amor que Dios nos tiene y que es el Espíritu Santo no tiene su medida en algo creado. La medida del amor del Padre para nosotros no somos nosotros, sino el Hijo eterno. Por eso, este amor no se puede desprender del mundo, sino que en el mundo nos queda escondido. ¿Cómo puede, entonces, llegar a nuestro conocimiento? Sólo puede llegar a nuestro conocimiento por una palabra que se nos dice.
El mensaje cristiano pretende que el Hijo se hizo hombre para poder decirnos en una palabra humana nuestra verdadera situación delante de Dios.
Cur Deus homo? ¿Por qué Dios se hizo hombre? Esta pregunta ha sido el título de un texto muy famoso de San Anselmo. La respuesta del mensaje cristiano es que Dios se hizo verdadero hombre para hacer posible una verdadera «palabra de Dios». «Palabra» significa siempre comunicación entre hombres. Sólo si Dios nos viene al encuentro como puede hablarse en sentido estricto de una «palabra» de Dios.
Y nosotros no podemos recibir esta palabra de Dios que nos dice que somos asumidos en la relación eterna entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu Santo, a menos que seamos llenos del Espíritu Santo. La fe cristiana se entiende como el hecho de que somos llenos del Espíritu Santo. Así dice San Pablo: «Nadie puede decir que Cristo es Señor sino en el Espíritu Santo» (1 Cor 12:3).
De este modo, el mensaje cristiano explica su pretensión de ser la palabra de Dios por su propio contenido. Este contenido se puede resumir en los tres dogmas fundamentales. El primero es el dogma trinitario: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nosotros somos asumidos en el amor eterno entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu Santo. Así se entiende una relación real divina de Dios a nosotros: preexiste como relación eterna en Dios, y su término constitutivo es Dios. El segundo dogma es el dogma de la encarnación: el Hijo asume nuestra naturaleza humana para poder decirnos en una palabra humana nuestra verdadera situación ante Dios. El tercer dogma es el dogma de la misión(3) del Espíritu Santo a nuestros corazones: Él es la gracia de nuestra comunión con Dios. Estos tres dogmas se llaman los «misterios» fundamentales de nuestra fe. El hecho de que sean misterios de ninguna manera significa – como muchas veces se piensa – que sean ininteligibles, menos inteligibles o por lo menos muy enigmáticos. El sentido del concepto de «misterio» es que primero se trata de verdades que nunca podremos alcanzar por nuestras propias fuerzas. No se pueden desprender de la realidad creada. Segundo, necesitan ser anunciados por una palabra que dice al mundo lo que éste no puede saber por sí mismo. Y tercero: su verdad es accesible sólo a la fe que consiste en ser llenos del Espíritu Santo. Nosotros tenemos que proclamarla a otros y divulgarla.
5) El misterio de la Trinidad divina: Padre, Hijo y Espíritu Santo – autopresencias de la única realidad divina
Según el mensaje cristiano somos asumidos en el amor eterno entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu Santo. Sin embargo, ¿cómo es posible hablar de un solo Dios y no obstante decir que este Dios único existe en tres personas? Se trata del misterio fundamental de nuestra fe que, en el bautismo, es como la puerta de entrada al cristianismo. Para la inteligencia de nuestra fe es muy importante poder dar cuenta de este misterio.
Para nosotros los humanos, «persona» significa nuestra capacidad de autopresencia: nuestra conciencia es como una relación a nosotros mismos: somos conscientes de nosotros mismos y tomamos decisiones sobre nosotros mismos.
El mensaje cristiano asume este concepto de «persona» y dice análogamente de Dios que en Él hay una primera relación del ser divino a sí mismo. Esta primera autopresencia(4) no tiene origen. Dios es una primera persona no precedida por otra.
Luego decimos que hay una segunda autopresencia divina que presupone la primera. A la primera la llamamos Padre y a la segunda Hijo. El Hijo es una segunda relación del ser divino a sí mismo que pasa por la primera. El Hijo todo tiene lo que es o tiene del Padre.
Y hay una tercera autopresencia divina que, como amor entre el Padre y el Hijo, presupone las dos primeras autopresencias divinas. A esta tercera autopresencia divina la llamamos Espíritu Santo. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Pero como el Hijo tiene todo lo que es o tiene sólo del Padre, así tiene también del solo Padre el que sea coorigen del Espíritu Santo. Y en este sentido el Padre es el único origen último del Espíritu Santo. Se puede decir también que el Espíritu Santo, en cuanto amor mutuo entre el Padre y el Hijo, procede del Padre directamente o bien que procede del Padre por medio del Hijo.
Por consiguiente, el Padre es autopresencia divina y es Dios; el Hijo es autopresencia de la misma realidad divina y es el mismo Dios que el Padre; el Espíritu Santo es autopresencia divina y es el mismo Dios que el Padre y el Hijo; sin embargo, el Padre no es ni el Hijo ni el Espíritu Santo; el Hijo no es ni el Padre ni el Espíritu Santo; el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo. Los tres son un solo y mismo Dios, aunque distintos entre sí: tres personas (autopresencias) de y en una sola naturaleza. Decimos todo eso sólo para poder dar testimonio de que somos asumidos en el amor eterno entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu Santo.
La mejor comparación con esta trinidad divina no es la secuencia de nuestras facultades «naturales» intelectuales, entendimiento y voluntad, sino más bien la secuencia de los pronombres «personales» «yo», «tú», «nosotros». El «yo» se entiende, por lo menos incoativamente, por sí solo; el «tú» no se entiende sino presuponiendo el «yo» que se dirige al «tú»; y el «nosotros» no es el plural de muchos «yo», sino la comunión entre el «yo» y el «tú». Así el Hijo presupone no temporalmente sino desde toda la eternidad al Padre, y el Espíritu Santo presupone al Padre y al Hijo.
6) El misterio de la Encarnación: Jesús verdadero hombre y verdadero Dios sin mezcla ni separación
El Padre eterno envía al Hijo, que es la segunda autopresencia divina. El Hijo se hace hombre sin dejar de ser Dios, el Hijo eterno del Padre. El hombre creado Jesús, en su capacidad de autopresencia humana queda, desde el primer momento de su existencia creada, asumido en la autopresencia divina que es el Hijo(5). La relación de la realidad divina a este hombre no tiene su término constitutivo en él sino en la realidad divina, de la cual el Hijo es la segunda autopresencia.
Ahora se entiende por qué el concilio de Calcedonia (451) dice que entre las dos naturalezas de Jesucristo, su naturaleza divina y su naturaleza humana, no hay ni mezcla ni separación. Las dos ni se confunden, ni se mezclan porque quedan totalmente distintas entre sí. La humanidad no es la divinidad, ni parte de ella, y viceversa. Pero tampoco son separados entre sí, sino que se unen por la relación de autopresencia divina que es la segunda persona en Dios. Por eso hablamos de «unión hipostática»: unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana por la misma persona (hipóstasis) del Hijo. En cuanto es la última autopresencia de Jesús, es su persona divina: Jesús es el Hijo eterno. Sin embargo, Jesús es un hombre que, en cuanto tal, tiene también una autopresencia humana. A ésta no la llamamos persona humana, porque no es su última y más profunda autopresencia (que es la divina). Jesucristo en cuanto hombre es igual a nosotros en todo menos en el pecado. Jesús hombre, siendo la persona del Hijo eterno de Dios, no vive bajo el temor por sí mismo y, por eso, nos libera también a nosotros de la esclavitud bajo el temor a la muerte que, según Hebr 2:15, está en la raíz de todo pecado.
El Hijo se hizo hombre para poder comunicarnos que somos asumidos en su relación eterna al Padre. Creer en su palabra es participar manifiestamente en su relación al Padre. El hecho de que Dios nos habla en Jesucristo ya es nuestra comunión con Dios. En esto consiste la vida eterna: creer en Jesus como Hijo de Dios y así saberse amado por Dios con un amor eterno cuya medida no es algo creado sino el Hijo mismo. Nuestra redención consiste en que Dios nos hace creyentes.
Cuando, sin embargo, decimos que somos redimidos por la santa cruz de Jesús queremos decir lo siguiente: si sabemos que somos amados con un amor eterno que no tiene su medida en algo creado, ningún poder de este mundo puede separarnos de la comunión con Dios, y ya no tenemos necesidad de vivir bajo la dominación del miedo por nosotros mismos. Jesús ha sido crucificado a causa de este mensaje por los que preferían gobernar a los demás infundiéndoles el miedo. La cruz de Jesús es el martirio por su mensaje. Jesús ha sido crucificado, porque había ganado discípulos con este mensaje.
Su filiación divina en su encuentro con la muerte es idéntica a su resurrección. Creer en Jesús como el que nos une con el Padre es lo mismo que creer en Él como resucitado. Y así tampoco a nosotros la muerte puede separarnos de la comunión con Dios. De esta manera podemos establecer una fórmula breve que exprese toda nuestra fe cristiana: creer en Jesucristo como Hijo de Dios significa saber a causa de su testimonio que nosotros junto con el mundo entero somos amados por el Padre con el mismo amor con el cual el Padre ama al Hijo desde toda la eternidad. El acto cristiano de creer sólo puede entenderse si tiene este contenido; y todos los enunciados particulares de la fe han de poder ser reducidos a este enunciado fundamental de nuestra participación en la relación de Jesús con el Padre.
El dogma cristológico se resume diciendo que Jesucristo es una misma persona en dos naturalezas, sin mezcla ni separación. De esta manera, este dogma escapa a la acusación de ser mitología. La mitología consiste precisamente en mezclar lo humano y lo divino(6).
A Jesús se le llama «Cristo», porque Él es el ungido con el Espíritu Santo. Y Él es la fuente de este Espíritu para nosotros. Si nosotros nos llamamos «cristianos» es porque hemos recibido su Espíritu.
7) El misterio de la Misión del Espíritu Santo: El Espíritu Santo uno y el mismo en Jesucristo y los cristianos
El Espíritu Santo es el amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Como autopresencia de la realidad divina (relación de la realidad divina a sí misma) es también persona. Si decimos que el mundo es creado en Cristo queremos afirmar que desde el primer instante de su existencia el mundo está asumido en el amor eterno de Dios. Dios nos ama con el mismo amor con el que ama a su propio Hijo desde toda la eternidad. Dios no tiene otro amor. Pero como el amor que Dios nos tiene no tiene su medida en el mundo, queda como escondido hasta que se nos revele por Jesucristo. La revelación por Jesucristo es la comunicación manifiesta del Espíritu Santo. No es el comienzo de su presencia, sino la manifestación de su presencia desde un principio.
Ser creado es nuestra «naturaleza». Bajo «gracia» entendemos el hecho de que somos asumidos en el amor entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu Santo. De la naturaleza no se puede deducir la gracia. Pero la gracia presupone nuestra naturaleza. La gracia consiste en la autocomunicación de Dios. Es nuestra comunión con Dios. En la teología católica hablamos de naturaleza y gracia en estos términos. En la teología de la reforma se dice en vez de «naturaleza» «ley», porque el universo creado no solamente es real, sino que está encargado a nuestra responsabilidad. Y en vez de «gracia» se habla de «evangelio», porque la gracia llega a nuestro conocimiento por el anuncio de la fe. Así la terminología de la reforma subraya algo muy importante. La ley surge en nuestro proprio interior, pero nos deja entregados a nuestras propias fuerzas. No basta con conocerla para poder cumplirla. El evangelio, en cambio, nos viene de fuera, pero tan pronto es reconocido como evangelio, ya se ha aceptado. Y el evangelio nos hace capaces de cumplir la ley. Sólo puede amar quien se sabe amado con anterioridad.
El Espíritu, siendo en Dios el «nosotros» que une el «yo» y el «tú» divino como el amor mutuo, hace lo mismo que Él es en su misión al mundo: nos une con Jesucristo y entre nosotros y así también con el Padre.
En María el Espíritu Santo se revela como el amor por el cual el Hijo nos es enviado por el Padre. En la Iglesia, el mismo Espíritu se revela como el amor de respuesta del Hijo al Padre, en el que nosotros participamos.
Así como hablamos de la «Encarnación» del Hijo que asume una naturaleza humana individual, podríamos análogamente hablar de una «Iglesificación» del Espíritu Santo. Él se une a la realidad social que es la Iglesia. Correspondientemente dice el Concilio Vaticano II en su constitución sobre la Iglesia: «La Iglesia es ... una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino. Por una profunda analogía se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a Él indisolublemente unido, de manera semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (Ef 4,16).»(7)
Podríamos establecer como tercera fórmula dogmática fundamental la siguiente: El Espíritu Santo, en Dios es el amor entre el Padre y el Hijo, de manera correspondiente es en la Iglesia una persona en muchas personas, uno y el mismo en Cristo cabeza y en nosotros que somos el cuerpo.(8)
La Iglesia se llama «cuerpo de Cristo», porque el Espíritu es, como el alma en el cuerpo, el mismo en todos. Sin embargo, los miembros de este cuerpo no pierden su propia responsabilidad; porque el Espíritu es uno y el mismo en muchos, la Iglesia se llama «pueblo de Dios». Y porque el Espíritu es de otra manera en Cristo de quien procede que en nosotros quienes lo recibimos, la Iglesia se llama «esposa de Cristo».
El común denominador de todas estas imágenes para la Iglesia (cuerpo, pueblo y esposa) es precisamente el que el Espíritu es una persona en muchas personas. Creer en Jesucristo es lo mismo que tener su Espíritu y vivir de Él.
8) La Iglesia: el acontecimiento continuo de la transmisión de la palabra de Dios
En el mensaje cristiano, que es la palabra de Dios, Dios mismo se comunica a los creyentes y los llena de la presencia manifiesta de su Espíritu. Nadie tiene la fe por sí mismo, sino todos la recibimos mediante la transmisión de la palabra de Dios. San Pablo nos dice que la fe viene por la escucha, es decir, por el mensaje transmitido, y este mensaje tiene su origen en la palabra de Cristo (Rm 10:17). Así la Iglesia se constituye como el acontecimiento continuo de la transmisión de la palabra de Dios.
La visibilidad de la Iglesia consiste en la existencia del mensaje que se transmite en ella. Todo el mundo puede constatar que ese mensaje existe realmente y que se transmite en nuestro mundo. La verdad de este mensaje sólo es accesible en la misma fe. Es como el lado invisible de la Iglesia. Visibles somos nosotros los cristianos; pero la presencia del Espíritu de Dios en nuestros corazones es, por su naturaleza increada, invisible.
La Iglesia universal, que es el acontecimiento continuo de la transmisión de la palabra de Dios, es una y única. Pero esta Iglesia universal una está plenamente presente en muchas Iglesias particulares y ciertamente también en el conjunto de Iglesias particulares (la »ecclesia universa«) que somos los católicos romanos. La función de la Iglesia católica romana es servir para la unidad de todas las comunidades que, por la palabra de Dios, creen en Jesucristo.
El viejo adagio de que «fuera de la Iglesia no hay salvación» significa que no hay otra comunión con Dios que la anunciada por la Iglesia. La comunión con Dios consiste en ser asumidos en el amor entre el Padre y el Hijo. Sin embargo, esta salvación no se restringe a los cristianos sino que abarca al mundo entero. «Dios ha reconciliado consigo al mundo« (2 Cor 5:19). La tarea de los cristianos consiste en transmitir este mensaje a todos. A todos hay que revelar que son creados en Jesucristo.
Si es la palabra de Dios la que constituye a la Iglesia, surge la pregunta de qué son, entonces, los sacramentos. La palabra de Dios hay que anunciarla abiertamente al mundo entero, no sólo en las Iglesias, sino también en las plazas, en la radio y en la televisión. Los sacramentos, en cambio, sólo se administran al interior de la comunidad de los ya creyentes, o para entrar en ella. Los sacramentos son, en realidad, los símbolos reales de la palabra de Dios ya acogida. Son como un resumen de todo el mensaje cristiano. El bautismo resume que la fe consiste en la comunión con Dios, que se realiza porque somos asumidos en la relación del Padre al Hijo que es el Espíritu Santo. En la eucaristía nos unimos íntimamente con Jesucristo. Nuestra fe vive de Él. La dignidad de la eucaristía, sin embargo, consiste en subrayar cuán íntimamente estamos siempre unidos con Jesucristo en la fe.
9) El Antiguo y el Nuevo Testamento: el testimonio más temprano de la fe cristiana
La Biblia cristiana asume todas las escrituras sagradas del pueblo judío, pero las leemos con nuevos ojos. Los cristianos llamamos las escrituras judías «Antiguo Testamento», cosa que normalmente no se les ocurriría a los judíos. El nombre de «Antiguo Testamento» quiere indicar tres pasos distintos de interpretación de las escrituras judías a la luz del mensaje cristiano. Y el resultado es el «Antiguo Testamento».
El primer paso consiste en una relativización de las escrituras judías. Para la fe cristiana, todo lo distinto de Dios es objeto de razón y no de la revelación. Definitivamente no es la sangre de toros o machos cabríos que borra los pecados (cf. Hebr 10:4). Tampoco las medidas del arca de la alianza son un objeto posible de revelación. Dios sólo se revela a sí mismo. El mundo creado entero no es objeto de fe, sino de la razón. Relativizamos las escrituras del pueblo de Israel diciendo que no pueden ser palabra de Dios fuera del sentido de su autocomunicación.
El segundo paso de la nueva interpretación de los textos judíos es, por así decirlo, lo contrario de su relativización y consiste en una universalización. Nuestros misioneros llevan las Sagradas Escrituras de aquel pueblo tan pequeño a todos los pueblos. Así presentamos los problemas de los judíos como problemas que, en realidad, son los de todos los hombres. Las escrituras judías describen al hombre tal como es en toda su necesidad de redención. Uno de los temas principales de estas escrituras es la violencia entre los hombres. Las escrituras judías describen al hombre como tal en su necesidad de redención que le abarca en su piedad y en su impiedad.
El tercer paso consiste en interpretar los antiguos textos como cumplidos en sí mismos. No se trata de algo como anuncios previos que luego se hayan realizado, sino más bien los textos mismos pueden leerse ahora en un sentido pleno y definitivo, capaz de ser anunciado al mundo entero. Las escrituras judías pueden resumirse en la fórmula de la alianza: «Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios.»(9) Los cristianos no pretendemos tener algo más que esto. No hay algo mayor que la comunión con Dios. Sin embargo, sí pretendemos que una comunión con Dios sólo es inteligible, si el amor que Dios nos tiene no tiene su medida en algo creado. Pretendemos que también la comunión que tuvo Abraham con Dios ya consistía en ser asumido en la relación de Dios para con Dios, del Padre al Hijo. El cumplimiento de las escrituras consiste en que ellas mismas se revelan en su sentido último.
El Antiguo Testamento es, por consiguiente, el resultado de estos tres pasos de interpretación. No se relativiza, se universaliza y se cumple el Antiguo Testamento, sino la Escritura de Israel. El Antiguo Testamento ya es el resultado de la interpretación cristiana de las escrituras judías. Como tal ya es un texto comprendido a partir del mensaje cristiano.
La relación entre la fe cristiana y la religión judía es como el molde de la relación entre la fe cristiana y todas las religiones verdaderas que no adoran algo creado, sino aquella realidad sin la cual nada existiría (cuando se adora algo creado, ya no se trata de religión sino de pseudo-religiones; de esas no hablamos). Cuando San Pablo llega a Atenas, cita un texto de un poeta griego de la misma manera como otras veces cita la escritura de los judíos: «Nosotros los hombres somos de linaje divino». San Pablo les explica a los atenienses que esta afirmación puede mantenerse como verdadera sólo si nuestra comunión con Dios consiste en que somos asumidos en un amor de Dios para con Dios. Por eso San Pablo presupone que en Cristo se revela la verdad última de todas las religiones verdaderas (cf. Hch 17:16–34).
En vez de pensar que Cristo se erige en contra de las religiones, declarándoles todas como falsas (exclusivismo), o de pensar que Cristo está por encima de las religiones pretendiendo tener más que ellas (inclusivismo), o de pensar que todas las religiones se equivalen más o menos (pluralismo), diríamos más bien que Cristo es lo más intimo de las religiones (interiorismo). El mensaje cristiano no se entiende como dominando a las religiones, sino como estando al servicio de su más íntima verdad. Todas ellas hablan a su modo de la salvación o comunión con Dios. En eso no son desmentidas por el mensaje cristiano sino más bien afirmadas y explicadas.
Si, por ejemplo, el contenido fundamental del Islam consiste en adorar al Dios uno y absoluto, creador del cielo y de la tierra que es un Dios de misericordia, afirmamos que en esto el Islam tiene razón. Sin embargo, ¿cómo hablar de la misericordia de Dios para con nosotros sin poner en entredicho la afirmación del mismo Islam que Dios es absolutamente absoluto? La respuesta cristiana es que somos asumidos en un amor eterno de Dios para con Dios. Nuestra explicación del misterio de la trinidad divina de ninguna manera yuxtapone otros Dioses a Dios, sino que es más bien la única manera de salvaguardar la unicidad de Dios y, al mismo tiempo, hablar de la misericordia de Dios y de nuestra comunión con Él.
Para volver a hablar de nuestra Sagrada Escritura: no es palabra de Dios en cuanto escritura, sino sólo en cuanto escritura anunciada y explicada. El sentido de la Sagrada Escritura consiste en fundar el anuncio presente de la fe en Jesucristo. El anuncio presente de la fe es él mismo palabra de Dios. Cuando una mamá trasmite la fe a sus niños, lo que les dice es verdaderamente la palabra de Dios. Podríamos decir también, que el sentido de la Escritura es la tradición de esta fe que nos llena del Espíritu Santo. La Iglesia en sí misma es el acontecer de la tradición de la fe. Por eso el Concilio Vaticano II dice que la Iglesia transmite todo lo que cree, todo lo que ella misma es(10).
Todo anuncio de la fe cristiana es lleno del Espíritu Santo. Lo particular de la inspiración de la Sagrada Escritura consiste en que es el testimonio más temprano de nuestra fe actual; y todos los testimonios posteriores tienen que fundarse en él. No hay otra fe en Jesucristo que la fe apostólica en la cual Jesús es también para nosotros el mismo que es para sus apóstoles (el que les abre la comunión con Dios). Sólo se entiende el significado de que Jesús es Hijo de Dios cuando entendemos lo que Él es para los otros hombres. Por eso, Dietrich Bonhoeffer con mucha razón llamó a Jesús «el hombre para los demás».
10) El papel del sacerdocio ministerial: la fe viene de la escucha, no sólo para cada uno, sino también para todos juntos
Nadie puede por sí solo creer en Jesucristo. No tenemos la fe por nosotros mismos. No la inventamos. Todos recibimos la fe por el testimonio de otros. De esta manera, la fe implica la Iglesia desde un principio. El sacerdocio común de todos los fieles consiste en transmitir la fe a sus hijos y a sus vecinos y en dar testimonio de ella los unos a los otros.
La Iglesia no es la congregación posterior de muchos individuos cristianos. Los individuos cristianos sólo existen como ya pertenecientes a la Iglesia. Y eso vale no sólo para los individuos. Tampoco la congregación de los fieles inventa su propia fe, sino que la recibe por medio de la escucha. En esto consiste el papel del sacerdocio ministerial en la Iglesia: subraya y hace visible que también para todos juntos la fe sigue viniendo de la escucha, del mensaje oído. Todos los cristianos comunican la fe a otros «en la persona de Cristo», es decir en su autoridad. Los ministros comunican la fe en «la persona de Cristo cabeza»(11), es decir, al cuerpo que es la comunidad toda entera. Es apropiado que el ministerio se transmita, como por cooptación, a partir de los ministros anteriores. En esto consiste la ordenación sacerdotal, que subraya que la fe se trasmite en continuidad con su fundador.
Nadie es sacerdote y ministro para sí mismo, sino sólo a favor de otros. Esto ya vale para el sacerdocio común de todos los fieles. Este sacerdocio consiste en dar testimonio de la fe ante los demás. Tanto más vale, entonces, para el sacerdocio ministerial. Hasta el mismo papa no puede darse a sí mismo la absolución de sus pecados, sino que necesita para ello el ministerio de otro sacerdote. Para sí mismos, también los sacerdotes ordenados son tan sólo laicos.
Cuando el Concilio dice que entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico hay «una diferencia de esencia y no sólo de grado»(12), excluye precisamente que el sacerdocio ministerial sea de un grado superior al del sacerdocio común. El sacerdocio común ya es una realidad que no es posible rebasar. Por eso, el sacerdocio ministerial no es otro grado del sacerdocio, sino que sencillamente es otra cosa (éste es el sentido de una «diferencia por esencia») que el sacerdocio común. Se distingue de éste último por el hecho de estar a su servicio.
¿Cómo se puede entender que la Iglesia católica pretende hacer enunciados infalibles y verdaderos «por sí mismos»? La razón está en que los enunciados que pueden entenderse como palabra de Dios contienen en sí mismos la realidad de la que hablan. Normalmente hablamos de cosas que están fuera de nuestro discurso. ¿Cuál es la altura de la Torre Latinoamericana? Si digo que tiene tantos metros de alto y si quiero averiguar si esto es exacto, tengo que ir y medir la torre; y es posible que realmente tenga tantos metros de altura. Si digo que sólo tiene cien metros de altura, mi enunciado será falso. Y si contesto a la pregunta por la altura de esta torre diciendo que su altura es verde, hablo de manera ininteligible. Nuestros enunciados son o verdaderos, o falsos, o quizá no comprobables (p. e. si el número de estrellas es par o impar) o no inteligibles. Los enunciados que pretenden ser la palabra de Dios, en cambio, o son verdaderos por sí mismos, o quedan desde un principio ininteligibles. A nadie le es posible producir algún enunciado inteligible como palabra de Dios que, sin embargo, sea falso. Podemos construir lo contrario de un enunciado de fe: por ejemplo, podemos decir que Jesús era puro hombre y no el Hijo de Dios. Pero nadie podrá entender esta frase como algo en que Dios nos comunica su propia presencia. De ningún modo puede entenderse como enunciado de fe y como autocomunicación divina. La infalibilidad de la transmisión de la fe es garantizada por el mismo hecho de que un enunciado de fe sólo puede hablar de lo que acontece en él mismo. Por consiguiente, tal enunciado no es verdadero en comparación con alguna realidad que se encuentre fuera de él, sino por sí mismo, porque contiene en sí mismo la realidad de la que habla.
El Vaticano I había declarado que el papa es portador de la misma infalibilidad que Dios ha querido dar a la Iglesia como tal y que, por eso, las definiciones del papa son irreformables por sí mismas y no por el consenso de la Iglesia.(13) Tal cosa significa, en otras palabras, que la palabra de Dios, aunque sólo se conoce en la fe de la Iglesia, no llega a ser palabra de Dios por la fe de la Iglesia, sino que lo es por sí misma. No es posible limitar la infalibilidad al Papa, porque vale, también según el Concilio Vaticano II, para la «universitas fidelium», el conjunto de todos los fieles(14). La razón está en que todos los enunciados que pueden entenderse como explicación de la autocomunicación de Dios en Jesucristo, son necesariamente verdaderas, porque contienen en sí mismas la verdad de la que hablan. Una infalibilidad restringida al Papa también le sería de poca útilidad, porque en tal caso los demás nunca podríamos saber infaliblemente si el Papa tiene razón cuando proclame sus enunciados de fe infalibles.
En cuanto a las «costumbres morales», la Iglesia enseña infaliblemente que son buenas sólo las obras hechas desde la comunión con Dios. El contenido material de las leyes morales no puede ser enseñado con la infalibilidad de la fe, porque se funda en la evidencia de la razón y no tiene carácter de misterio de fe.
Existen doctrinas de la Iglesia que, aunque no sean «de fe» sino de razón, son, sin embargo, enseñadas «definitivamente»(15). Por ejemplo, es una verdad de razón que somos creados. Sin este conocimiento racional de Dios, la fe no tendría sentido. Por eso la Iglesia garantiza a sus fieles que nadie podrá jamás refutar la afirmación de que somos creados. Pero no por eso el hecho de que somos creados se hace una verdad de fe; sigue siendo una verdad de razón.
Una doctrina de la Iglesia «meramente auténtica» no es infalible y nunca puede llegar a serlo. Se refiere sea a la refutación de argumentos de razón contra la fe, sea a normas morales. Su carácter obligatorio para los fieles consiste en el hecho de que quien quiere negarla lleva el peso de la prueba, que le obliga en conciencia.
11) La vida cristiana: La fe nos libera del poder de la angustia por nosotros mismos que está en la raíz de todas las acciones inhumanas
La fe consiste en saberse amado por Dios con un amor que no tiene su medida en algo creado y, por consiguiente, tampoco en nuestras obras. Las buenas obras no son un prerequisito de nuestra comunión con Dios sino, en realidad, el fruto de nuestra comunión con Él.
La fe no es innata, sino que nos llega «después», lo mismo que la lengua materna que todavía no tenemos cuando nacimos, sino que aprendemos creciendo en la familia en la que hemos nacido; son los demás que, acogiéndonos con amor, nos la enseñan.
Nacemos sin saber que hemos sido creados en Cristo. Lo único que podemos saber por nosotros mismos es que somos seres pasajeros, sometidos a la muerte. Y si no recibimos otra certeza por medio de la fe, viviremos bajo el temor por nosotros mismos. Según Hebr 2:15, el Hijo de Dios participó en nuestro destino humano « para libertar, a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud». La esclavitud son los pecados actuales; el temor a la muerte es como el «pecado hereditario», idéntico a nuestro sometimiento a la muerte, vista sin los ojos de la fe. Nuestra redención consiste en adquirir una certeza mayor que aquella según la cual estamos sometidos a la muerte.
12) Fe y razón: La fe para nada se reduce a la razón, pero nada puede ser creído que contradiga una razón que respete su propia autonomía
La pregunta de si es razonable creer sólo se puede responder si ya sabemos con anticipación de qué se trata en la fe. No se trata de creer cualquier cosa, sino de creer el mensaje cristiano. Por eso hemos explicado aquí primero, y con bastante detenimiento, el contenido de este mensaje. Sólo ahora preguntamos si es razonable creer y en qué sentido.
El objeto de nuestra razón es todo el universo incluso el hecho de que este universo es creado.
Objeto de la fe es sólo la autocomunicación de Dios que consiste en revelarnos que la relación que Dios tiene a nosotros es el amor eterno entre el Padre y el Hijo.
Este último enunciado de ninguna manera puede ser reducido a nuestra razón. El amor que Dios nos tiene no tiene su medida en algo creado, y por eso tampoco puede ser desprendido de las cualidades o cantidades del mundo. Así escapamos a toda especie de racionalismo. El mensaje cristiano es un enunciado más amplio que el objeto de la razón. Por eso no es posible insertarlo al interior del campo de la razón. El mensaje cristiano es más bien él mismo el campo en el que insertamos la razón. Nos dice que somos amados por Dios así como somos, con todas nuestras fuerzas y también con nuestra razón.
Debido a que la certeza de la fe es mayor que toda razón, la razón no puede servir como apoyo a la fe. Tal cosa sería comparable a querer apoyar una roca con cerillos.
Sin embargo, la razón tiene otra función respecto de la fe. Sirve como una especie de filtro contra toda superstición. Nada puede ser creído que contradiga una razón que se ejerce al interior de sus propias leyes. Las supersticiones siempre representan alguna mezcla de lo humano con lo divino; y la razón no las deja pasar. De esta manera nos salvamos también de toda clase de fideísmo. El fideísmo consiste en afirmar que tenemos que creer aun en contra de la razón.
Ya el Concilio Vaticano I enseña:
«Aunque la fe esté por encima de la razón, no puede haber entre fe y razón disenso verdadero. Pues es el mismo Dios el que infunde la fe y le ha otorgado la luz de la razón al espíritu humano. Dios no puede negarse a sí mismo ni puede lo verdadero contradecir lo verdadero.
Una aparente contradicción resulta sobre todo del hecho de que
• los dogmas no han sido entendidos o explicados en el sentido de la Iglesia,
• o se toman ficciones por enunciados de la razón.
Definimos, por consiguiente, que toda afirmación contraria a la verdad de la fe iluminada es totalmente falsa.»(16)
En resumen, la misma Iglesia afirma que nadie puede hablar «según la intención de la Iglesia», cuyos enunciados no resistan a todas las objeciones de la razón refutables en su propio campo con argumentos de la razón. Sólo si los enunciados que proponemos a la fe pasar por este filtro, pueden ser verdades de una fe iluminada.
Para que podamos responder de la fe ante la razón, su proclamación debe mostrarse adecuada ante el criterio de que toda toma de posición frente a ella, que sea en definitiva diferente de la fe, se descubra como arbitraria, mientras que a la fe no le sea imputable ninguna arbitrariedad con razón irrefutable. Es demostrable lo infundado de la incredulidad, es decir, el hecho de que toda toma de posición frente al mensaje cristiano que sea en definitiva diferente de la fe se averigue arbitraria. Así se excluye todo tipo de fideísmo en la fundamentación de la fe.
La credibilidad del mensaje cristiano, es decir, la credibilidad que merece una fe llena del Espíritu Santo que sólo puede ser comprendida como gracia, sólo se percibe en la misma fe. De esta manera se excluye, como ya hemos dicho, todo tipo de racionalismo en la fundamentación de la fe.
Ahora bien, ¿cómo, entonces, se llega a la fe? El mensaje cristiano debe venirnos al encuentro. Cuando lo hace, aceptar este mensaje como verdadero no es otra cosa que despedirse de la ilusión de que estamos dejados a nuestra propias fuerzas en este mundo, sin otra esperanza última que nuestra propia muerte. El mensaje cristiano nos dice que ya estamos asumidos al interior del amor eterno entre el Padre y el Hijo, aun antes de saberlo. Llegar a creer no significa el paso de un estado sin la gracia de Dios a un estado de gracia, sino más bien el despido de la ilusión de alguna vez haber estado fuera de la gracia de Dios. Desde el principio, el mundo es creado al interior de la gracia. Llegar a la fe es el paso de la gracia escondida a la gracia manifiesta de Dios.
Lo que se puede comprender del mensaje cristiano antes del asentimiento de la fe, tiene la característica de que, si uno se queda allí, lo comprendido se convierte en un malentendido.
La irregulares de este mundo (extra cursum naturae); el suceso debe ser una acción especial de Dios, en el sentido de que éste se comunica a sí mismo en él (a Deo patratum). Las primeras dos propiedades del milagro son accesibles a la razón antes del asentimiento de la fe; la tercera sólo es cognoscible en la fe.
Los relatos de milagros que parecen describir una transgresión de las leyes naturales, en sentido físico, son más bien una representación simbólica y gráfica de los milagros propiamente dichos: palabra, fe y caridad. Ver en esos relatos la descripción directa de milagros sería un malentendido monofisita y mitológico que colocaría a Dios y al mundo bajo un mismo concepto englobante del ser. Tal comprensión no sería conforme ni al dogma de Calcedonia ni a la doctrina de la Iglesia sobre la ininterrumpida autonomía de las realidades naturales.
La autoridad del mensaje cristiano se muestra en su unidad interna: todos sus enunciados pueden entenderse como la explicitación del único misterio fundamental: Dios nos habla en la palabra humana transmisora de la fe. En todos los enunciados se trata únicamente de nuestra comunión con Dios que relativiza nuestra preocupación angustiada por nosotros mismos.
El carácter razonable de la fe consiste en que todas las objeciones racionales pueden ser refutados con argumentos evidentes de la razón. La misma fe exige y favorece la autonomía de la razón. La razón iluminada saber que estamos delante de Dios en la compañía de Jesús: sabemos que somos amados por Dios juntos con Él y a causa de Él, y lo sabemos de Él. Jesús es el autor y consumador de nuestra fe (Hebr 12:2).
1. Cf. las dos expresiones de San Anselmo de Canterbury: «aliquid quo nihil maius cogitari possit» (Proslogion 2 [I, 101, 5]) y «Ergo Domine, non solum es quo maius cogitari nequit, sed es quiddam maius quam cogitari possit» (Proslogion 15 [I, 112, 14]). También según San Anselmo Dios no cae bajo nuestros conceptos. Dios y el mundo juntos no son más que Dios. Así tampoco el mundo puede añadir algo a Dios. Se trata de un enunciado directo sobre el mundo: éste es sólo total relación a Dios en total distinción de Él. No se deduce la existencia de Dios de un concepto de Dios, porque es precisamente el mismo San Anselmo el que mantiene quer Dios no cae bajo nuestros conceptos. Así las objeciones acostumbradas contra la prueba de San Anselmo no le alcanzan.
2. Cf. S. Th. I q13 a7 c y Summa contra Gentiles II, c. 11–13.
3. Según Gál 4:4–6, Dios Padre «envía» al Hijo a este mundo, y también «envía» al Espíritu Santo a nuestros corazones.
4. Esta expresión en vez de «autoposesión» la debo a la prof. Barbara Andrade de la Universidad Iberoamericana, México: Dios en medio de nosotros. Esbozo de una teología trinitaria kerygmática, Secretariado Trinitario, Salamanca 1999, 109 113.
5. San León Magno dice, hablando de la naturaleza humana de Jesús: «Nuestra naturaleza humana no ha sido asumida de manera que primero haya sido creada y luego asumida, sino que en la asunción misma ha sido creada [ut ipsa adsumptione crearetur]. » (DS 298 )
6. La así llamada «desmitologización» de Rudolf Bultmann (+1976) no es otra cosa que una lucha contra toda especie de monofisitismo que subsume Dios y al mundo bajo un mismo concepto englobante de realidad.
apelación a «profecías» y «milagros» para mostrar la credibilidad de la fe tiene que ver con el contenido y a la proclamación misma del mensaje cristiano, e igualmente con la confesión de fe de la comunidad de los fieles que el mensaje provoca y el amor desinteresado, que es consecuencia de la fe.
Sólo esta triada de «palabra», «fe» y «caridad» cumple con la definición tradicional de milagro, que exige las siguientes tres propiedades: debe tratarse de un acontecimiento de la realidad histórica y exterior (factum sensibile); debe ser imposible explicar o refutar el significado de este evento con hechos regulares o
7. Lumen gentium, n. 8,1.
8. Cf. Lumen gentium, n. 7,7: «siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros».
9. Cf. Jer 11:4; o también Lev 26:12; Jer 7:23; 24:7; 30:22; 31:1; 32:28; Ez 11:20; 14:11; 36:28; 37:23.27; Zac 8:8.
10. Cf. Dei Verbum, n. 8,1–3.
11. Presbyterorum Ordinis, n. 2,3.
12. Lumen gentium, n. 10,2.
13 DS 3074.
14. Lumen gentium, n. 12,2.
15. Cf. CIC, c. 750, § 2.
16. DS 3017.
jueves, 12 de febrero de 2015
martes, 10 de febrero de 2015
La inmortalidad del alma
UNIVERSIDAD CATOLICA SANTA ROSA
FACULTAD DE CIENCIAS TEOLOGICAS
ESCUELA DE TEOLOGIA
MATERIA:HISTORIA CONTEMPORANEA DE FILOSOFIA
PROFESOR: Jose Mendoza
La inmortalidad del alma
El orden natural del mundo
Neoaristotélico de la escuela de Mantua. Teorizó la separación entre la reflexión filosófica y los dogmas de la fe, inspirándose en la doctrina de la «doble verdad» de Averroes. Fue autor de un Tractatus de immortalitate animae (1516), en el que cuestionó la posibilidad de demostrar racionalmente la inmortalidad del alma y afirmó la necesidad de aceptarla como un dogma de fe. Su doctrina fue atacada, aunque nunca oficialmente condenada, por Roma, que le autorizó a publicar, en defensa de su posición, Apologia (1518) y Defensorium (1519). Su pensamiento, típicamente humanista, vincula la dignidad del hombre a su virtud moral. También son reseñables su obra De incantationibus (1556), en la que sostuvo que los milagros son producto de la imaginación humana, y De fato (1567), que versa sobre los conceptos antagónicos de predestinación y libre albedrío.
Como aristótélico, justifica el orden racional del mundo.
El intento fundamental de la especulación de Pomponazzi es el de reconocer y justificar el orden racional del mundo. P niega o excluye todo hecho o elemento que contradiga la idea de un mundo
necesariamente ordenado según principios inmutables. En Aristóteles ve al filósofo que ha excluido la intervención directa de Dios o de otros poderes sobrenaturales en las cosas del mundo y ha querido interpretar el mundo como un puro sistema racional de hechos. Pomponazzi remite al dominio de la fe todo lo que es milagroso y la creencia misma del milagro, y con esto quiere despejar el camino de investigación racional de toda extraña ingerencia y devolverle su libertad. La doctrina averroística de la doble verdad es también su refugio: la Iglesia enseña la verdad; él se limita a declarar modestamente la opinión de Aristóteles. Pero en realidad para él la opinión de Aristóteles es la investigación racional, que no quiere tener más guía que ella misma; y la fe, es decir, el respeto a la autoridad, no tiene ningún fundamento racional o moral, está vacía de significado y deja de ser un obstáculo para la investigación.
Estos aspectos del filosofar de Pomponazzi son evidentes sobre todo en su obra De incantationibus.
Aparentemente, esta obra está llena de supersticiones medievales porque está dedicada a explicar
encantamientos, magias, brujerías, milagrosos efectos de plantas, piedras, y así sucesivamente.
Pomponazzi no niega la realidad de tales hechos excepcionales o milagrosos, que le parecen confirmados por la experiencia. Pero el espíritu nuevo de la obra se revela al reducir los supuestos hechos milagrosos a hechos naturales y al explicarlos mediante causas que entran en el orden popular tradicional de que tales hechos sean producidos por espíritus o demonios. Estos no pueden siquiera tener conocimiento de las cosas naturales, por las que se producen en aquellos efectos milagrosos: nopueden, en efecto, conocerlos ni, como Dios, a través de la propia esencia, ni, como los hombres, a través de las especies sacadas de las cosas. No los conocen a través de la propia esencia, porque esto podría suceder solamente en el caso de que ésta fuese la causa de las cosas, ni tampoco por medio de las especies abstraídas de las cosas, como sucede en los hombres, porque no están, como los hombres, provistos de órganos sensoriales. Es, pues, inútil admitir la existencia de espíritus o demonios para explicar encantamientos o brujerías; en realidad, encantamientos y brujerías no son milagros en el sentido de ser absolutamente contrarios a la naturaleza y fuera del orden del mundo, pero se llaman milagros sólo porque son hechos rarísimos y desacostrumbrados, y no acaecen según el curso común de la naturaleza sino a muy largos intervalos. Y el medio por el cual estos aparentes milagros entran en el
orden natural, es el determinismo astrológico.
Dios es la causa universal de las cosas, pero no puede obrar inmediatamente sobre las cosas del mundo sublunar. Toda su acción sobre éstas es sólo una acción mediata, es decir, que se cumple a través de los cuerpos celestes, que son los órganos o instrumentos necesarios de la acción divina. El orden cósmico exige que el grado superior pueda actuar sobre el inferior sólo a través del grado intermedio. Y esto implica que ningún milagro es posible en el sentido de una acción sobrenatural directa de Dios sobres las cosas del mundo sublunar. Oráculos, encantamientos, resurrecciones y cuantos efectos milagrosos se efectúan en el mundo por magos o nigromantes son solo efectos naturales, debidos al influjo de los cuerpos celestes.
Pero la parte más típica de esta doctrina de Pomponazzi es la que incluye en el orden natural del
mundo, regulado por el determinismo astrológico, la misma historia de los hombres. En efecto, todo lo que sucede en el mundo sublunar está sujeto a generación y corrupción; tiene un principio, un desarrollo a través del cual llega a su plenitud, y un fin. A estas vicisitudes no se sustraen los estados, ni los pueblos, ni las mismas instituciones religiosas. Para cada religión existe el tiempo de su nacimiento, de su florecimiento y de su fin. El nacimiento de una religión se caracteriza por oráculos, profecías y milagros que poco a poco disminuyen a medida que se va acercando para ella la época final. El cristianismo no se sustrae a esta ley. Nada se sustrae al orden necesario del mundo y a la ley que lo regula. Es cierto que Pomponazzi se mantiene fiel al viejo determinismo astrológico que había sido introducido en la filosofía occidental por la especulación árabe, pero el determinismo astrológico es sólo el medio del que se sirve para extender a todos los fenómenos, incluso a los que son aparentemente milagrosos, el orden necesario de la naturaleza, fundamento de la investigación filosófica. Pomponazzi fue el primero que encarnó con toda claridad y extremada energía, base de toda investigación natural, la afirmación de un orden regular, que no tolera excepciones. Solamente con esta suposición es posible la indagación del mundo natural. Más tarde cambia la forma particular de esta suposición y se niega el determinismo astrológico, pero no cambia, sin embargo, la misma suposición.
El milagro, ese acto de la Divinidad que rompe el orden natural establecido, no tiene cabida en el estudio de los fenómenos naturales, porque los vuelve imposibles, al anular la inteligibilidad del mundo.
Lo que la filosofía natural pretende es acotar su campo de estudio y lograr su autonomía deL conocimiento revelado. De acuerdo con esto, se afirma una y otra vez que el milagro es un acto de Dios que rompe el orden natural establecido y quebranta las leyes de la naturaleza. Y no solo no puede incluirse en el estudio de la naturaleza, sino que torna a este imposible, al anular la inteligibilidad del mundo. Esta es la base del pensamiento del filósofo italiano Pomponazzi, que en su libro De Incantationibus (1556), define los milagros como hechos insólitos, cuya causa natural se ignora y justifica el orden racional del mundo.
Busca una descripción del orden universal en el que las fuerzas que ejercen acción son siempre las
mismas y su influencia se extiende al conjunto de todos los seres. No hay lugar para acciones
milagrosas divinas o demoníacas: Dios actúa a través de las fuerzas naturales.
Febrero de 2015
Caracas 18:13:42
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